Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía en 2002, presenta nuestra manera de pensar como la coexistencia de dos sistemas: el pensamiento rápido (inconsciente, intuitivo, casi sin esfuerzo), y el pensamiento lento (consciente, a partir de razonamiento deductivo, con un esfuerzo significativo). Tendemos a pensar que el segundo prevalece sobre el primero, nos gusta sentir que somos personas razonables, capaces de tomar decisiones sobre la base de criterios racionales, pero con frecuencia no es así.
A menudo nuestro pensamiento es complaciente, holgazán, de ahí la afición que muchos sienten por las proclamas (como proposiciones debidamente empaquetadas para su consumo irreflexivo), con el deterioro consiguiente de la democracia y, lo que es más grave si cabe, de la convivencia. En esas situaciones, de hecho, se quiebra quizás el elemento esencial de la cultura democrática: el reconocimiento del otro, de todo lo que no es uno mismo, celebrar la existencia de quien no piensa como nosotros, siempre y cuando lo pensado no sea delictivo o carezca del más mínimo sentido de la ética.
¿Para qué cocinar si alguien puede hacerlo por nosotros?, pensará alguno. Afortunadamente hay una amplia mayoría que incluso en el caso de que no sepa cocinar sabe distinguir un plato bien cocinado. Es decir, uno quiere pensar que el paladar del ciudadano es más refinado de lo que pudiera parecer. Hay una actitud esencialmente democrática en esa idea: creer que el ciudadano, como sujeto de derechos, es inteligente incluso cuando haya situaciones que pudieran llevar a pensar lo contrario.
Los debates públicos sobre la gestión de los recursos hídricos o, de modo más específico, sobre el ciclo urbano del agua, son un espacio abonado para buena parte de estas reflexiones. El ciudadano tiene conciencia de que el agua es un bien de primera necesidad y, en muchos casos, conoce igualmente que es un bien de dominio público. Ni a los personajes de Alguien voló sobre el nido del cuco se les ocurriría cuestionar algo así. ¿Por qué entonces se enfatiza sobre esta condición? Se advierte entonces sobre el riesgo de privatización. El temor, a veces, es razonable: hay ejemplos contemporáneos donde, de hecho, el agua no pierde su condición de bien de dominio público pero sí se vulnera el interés general en su asignación.
Con el agua de grifo, mucho más cercana al ciudadano que la del río, ocurre algo similar. La titularidad del servicio es pública y nadie lo pone en cuestión, afortunadamente. Sin embargo, hay quienes prefieren solemnizar la obviedad y repetirlo, como si a uno se le pudiese olvidar que mañana también saldrá el sol. Esa clase de afirmaciones retóricas que todo el mundo comparte son, sin embargo, combustible de no pocos conflictos, cuando no refugio de intereses espurios. Un frontón, para que lo entienda el lector: alguien que golpea una pelota contra un muro, cada vez más enojado de que sea una pared y no un tenista quien responde los golpes. Cuanto más fuerte golpea, más complejo le resulta devolver sus propios golpes.
Por supuesto, estas discusiones conducen a no pocos equívocos. Incluso en el caso de una concesión de la gestión de los servicios de agua y saneamiento a una empresa privada, la decisión de sacar ese servicio a licitación sería pública, la obligación de regular esa actividad también y la titularidad del servicio seguiría siendo municipal. También, por cierto, la responsabilidad de gastar el canon concesional, un elemento que desde luego debiera reformarse de modo profundo, en la gestión del ciclo urbano del agua y no en obras de ornato.
Sin embargo, podrían existir riesgos igualmente, que conviene señalar: podría ser que la empresa privada limitase sus inversiones, afectando así la calidad del servicio; que proliferasen comportamientos rentistas o abusos monopolísticos; que existiese un nivel de opacidad en la gestión que limitase la capacidad de regular del municipio; que se socavase la participación ciudadana; que se incurriese en prácticas corruptas… Son muchos los riesgos, pensarán. Si uno cree (yo lo creo) que esos comportamientos predatorios o carentes de integridad o la falta de rendición de cuentas son prácticas indeseables, no sólo estará mostrando un alto sentido de lo cívico; estará frente a esas actitudes se den donde se den, sin excepción.
Descubrirá entonces que la opacidad no es patrimonio ni de empresas públicas ni privadas; que los comportamientos rentistas o el nepotismo se han dado en ambos contextos; que la necesidad de regular afecta a toda clase de empresas; que la corrupción, como explica mi admiradaVictoria Camps, no está vinculada al modelo de gestión sino al sistema de valores de una sociedad; que lo verdaderamente relevante es la defensa del interés general y esto tampoco es patrimonio de ningún modelo de gestión. Si en el camino uno encuentra empresas no comprometidas con el interés general, hará bien en denunciarlo (otros ya lo hacemos por todo el mundo); si encuentra buenas empresas (públicas, mixtas o privadas) hará bien en señalarlo igualmente y en defender los modelos de gestión equitativa, sostenible y eficiente sin maniqueísmos.
Si la preocupación recae sobre la inequidad o la capacidad de pago de las familias, homogeneicemos las tarifas y profundicemos en la coordinación entre servicios sociales y empresas para atender a las familias en riesgo de pobreza (es la pobreza y no la factura del agua lo que es un problema). Si el reto es la falta de transparencia, garanticemos que los municipios tengan capacidad técnica para regular, para exigir rendición de cuentas, para ser un interlocutor competente de las concesionarias. Si el desafío es la corrupción, exijamos que se persiga judicialmente…
Sin embargo, ya sabemos cómo es el sectarismo. El creyente dogmático en la privatización y el defensor acrítico de la gestión directa se parecen demasiado. Les une una ceguera inefable. Kahneman explica como la confianza subjetiva en una idea no es equivalente a una evaluación razonada de que esa idea sea correcta. Todos los que hablan con gran confianza en poseer la verdad, creyendo ser Napoleón, sólo muestran que han construido en su mente una historia que creen coherente, no que esa historia sea cierta.
Defender que la gestión del agua (en alta o en la red de abastecimiento a hogares) pueda cederse íntegramente, en todos sus aspectos, al mercado es realmente absurdo. Creer que se puede prescindir de empresas especializadas también. Y sin embargo, todos conocerán a alguien así; en los tiempos que corren tienen algo en común: insultan en Twitter sin detenerse a leer o escuchar de verdad. Un frontón.
Gonzalo Delacámara
Director Académico del Foro de la Economía del Agua y Coordinador del Departamento de Economía del Agua de IMDEA Agua