Los refugiados ambientales, término aún falto de consenso internacional, son aquellas personas obligadas a abandonar su tierra como consecuencia de diversos desastres medioambientales. Su número supera con creces a los refugiados clásicos (aquellos que huyen por motivos políticos, religiosos, étnicos o raciales) que en 1999 era de 22 millones. Naciones Unidas estima que solo la desertificación puede desplazar a 135 millones de personas para 2045. Además, la escasez de agua afectará a unos 550 millones de personas, cifra abalada por diversos autores, entre ellos el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas. Si a esto le sumamos las poblaciones que huirán como consecuencia de inundaciones, sequías, subida del nivel del mar, etc, podemos hablar de cifras superiores a los 700 millones de personas.
La desertificación, que es la pérdida de productividad de la tierra y de su biodiversidad como consecuencia de variaciones climáticas y actividades humanas, es propia de los territorios secos[1]. Un cuarto de la población mundial habita estas tierras y unos dos tercios del continente africano presentan estos rasgos climáticos. El Sahara -el mayor desierto del mundo- y sus alrededores ocupan buena parte de países como Marruecos, Argelia, Libia o Egipto, al norte, o Mauritania, Mali, Senegal, Burkina Faso, Níger, Chad, Somalia y Sudán, al sur.
Se trata de países con altísimas tasas de natalidad. En muchos de ellos la población, de seguir creciendo al ritmo actual, se doblará en 25-30 años. Níger, por ejemplo, crece a un 3,4% anual, con una tasa de fecundidad de ocho hijos por mujer. Este patrón reproductivo, propio de países pobres con una baja esperanza de vida, y asentado por motivos culturales y religiosos, refuerza el bucle de la miseria.
La desertificación, donde entran en conjunción factores como las sequías, desacertados mecanismos de incentivos o un mal uso de la tecnología, va minando la capacidad regenerativa de los recursos naturales (por procesos de erosión, salinización o contaminación). Las cosechas, cada vez más escasas, son incapaces de satisfacer las necesidades alimentarias básicas de una población cada vez más pobre, muy vulnerable ante el alza de los precios. La presión demográfica exprime aún más esos recursos diezmados y millones de personas se ven atrapadas en un perverso bucle. Resulta paradójico que el 80% de las personas desnutridas de este mundo vivan en el medio rural.

Ante este panorama, cronificado desde hace años (o décadas) una de las pocas alternativas es buscar nuevas oportunidades en otros territorios. La mayor parte de los movimientos migratorios en esta África seca son internos, es decir, se trata de desplazamientos dentro de un mismo país o entre países limítrofes[2]. La desertificación ha asentado e intensificado el patrón de movimientos tradicional en la región, ligado a la alternancia entre períodos secos y húmedos. Entonces la huida era coyuntural, pero la desertificación sella el camino de vuelta.
Los receptores de estos flujos migratorios son las grandes urbes africanas, que crecen de manera descontrolada, incapaces de asumir tantos habitantes nuevos. Obviamente otra parte de la migración decide seguir un camino más duro e, inicialmente, más prometedor. La vieja Europa se vislumbra como el moderno ‘El Dorado’ que proveerá de oportunidades, trabajos y alimentos a todo el que allí viva.
Estos desplazamientos en masa, desordenados, desesperados, crean conflictos dentro de los propios países africanos, pero también más allá de sus fronteras. Levantar muros no es más que un signo de debilidad, de que todo ese humanismo sobre el que se pretende construir Europa es un fraude. Se requieren acciones más inteligentes y efectivas para revertir un problema que aúna tantos frentes. Para ello es necesario abordar la raíz del problema, es decir, analizar con detenimiento, desde distintos puntos de vista, qué lleva a la gente a dejar atrás su país, su cultura y su familia.
Como sugiere el científico social Stephen Castles, autor del trabajo “Environmental change and forced migration: making sense of the debate”, se necesitan tender puentes entre las Ciencias de la Tierra y las Ciencias Sociales para lograr un entendimiento completo de la situación. Es necesario desterrar mitos, tópicos y discursos populistas para, en su lugar, proponer estrategias efectivas y humanistas.
Volviendo sobre el esquema anteriormente presentado, se pueden reconocer muchas vías de actuación. Por un lado, pueden fomentarse estrategias demográficas que suavicen la presión sobre los recursos. Ello implica, a su vez, remover peliagudos asuntos culturales y religiosos. Hay precedentes de ello: en la catoliquísima Italia, y pese a las recomendaciones del Papa, la tasa de fecundidad es de 1,3 hijos por mujer. Como bien saben los demógrafos, a medida que sube la renta per cápita disminuye la necesidad de reproducirse.
Por otra parte, se pueden diseñar instrumentos económicos que ayuden a amortiguar el impacto negativo de una mala cosecha, evitando que los precios generen hambrunas. Simultáneamente, se pueden propagar buenas prácticas del uso del suelo, siguiendo la estela de exitosas soluciones locales como la de un agricultor de Burkina Faso que le ha ganado la partida a la desertificación mediante tesón y una eficaz técnica de riego tradicional.

Una de las pocas carreteras asfaltadas que cruzan el Sahara. Esta es la costera que conecta Tánger (Marruecos) con Dakar (Senegal), pasando por Nouakchott (Mauritania)
[1] En propiedad, se trata de todas esas áreas donde el índice de aridez es menor a 0,65, lo que incluye las categorías climáticas sub-húmedo seco, semiárido y árido. El híper-árido se excluye, puesto que no hay poblaciones estables en estas condiciones.
[2] En este trabajo de Peasron y Niaufre se estudian con detalle los casos de Mali y Burkina Faso
J.M. Valderrama es consultor e investigador asociado a la EEZA (CSIC) y autor del libro Los desiertos y la desertificación y del capítulo “El riesgo de desertificación: evidencia y elementos para el análisis” en el Libro Blanco de la Economía del Agua.