Las desaladoras, al igual que en otro momento histórico los embalses y después los transvases entre cuencas, se presenta a ojos del gran público como la solución definitiva a la pertinaz escasez hídrica que parece tener especial predilección por ciertas áreas del territorio. Simplificando enormemente el proceso de desalación –que a continuación veremos con más detalle- y obviando que las políticas hídricas deben apostar por gestionar la demanda en lugar de seguir inflando la oferta, la solución parece consistir en instalar una serie de equipos que eliminen la sal del agua y distribuirla por las parcelas de riego.
Escuchando una entrevista a Gonzalo Delacámara, un dato (min 6:20) me llamó la atención: “tan solo utilizamos [en España] el 17% de la capacidad de desalación instalada”. España ocupa el quinto puesto mundial con 900 plantas de desalación que procuran 3 hm3 al día (o 3 millones de m3). El programa AGUA (con un coste estimado en 3798 millones de euros) tenía por objeto la construcción de 21 grandes plantas desaladoras que aportarían 1063 hm3 al año. Este ambicioso programa prometía que el gran transvase de agua pirenaica a la España seca caería en el olvido. Sin embargo, el reguero de desaladoras sin terminar, en proyecto o que solo funcionan a medias supera ampliamente a las que funcionan a pleno rendimiento. ¿Por qué no es la desalación la solución concluyente a la escasez de agua?
La desalación de aguas marinas es una tecnología cuya eficacia ha mejorado de manera portentosa en las últimas décadas. Excepto en los países del Golfo Pérsico, donde el petróleo es tan barato y las restricciones ambientales tan laxas como para permitirse utilizar la obsoleta desalación térmica, en el resto de regiones la ósmosis inversa se ha impuesto como tecnología de referencia.
Tras un tratamiento previo del agua marina en el que se elimina plancton, arena, aceites y otros residuos groseros, el agua es sometida a altísimas presiones. El objetivo es atravesar diminutos poros (el diámetro de un pelo es 850.000 veces mayor) de unas membranas capaces de filtrar virus y bacterias. El rendimiento de esta operación es aproximadamente de un 50% y da lugar a dos: la salmuera, un residuo con un alto contenido en sal y el agua desalada, cuyo viaje no termina aquí. En ocasiones se somete a un segundo filtrado y además es necesario un post-tratamiento para remineralizarla agua y adecuarla para su uso agronómico.
Esquema del funcionamiento de una planta desaladora que utiliza ósmosis inversa
El proceso referido nos da las claves para comprender por qué no es tan obvio que basta con desalar el agua. Dos son los principales inconvenientes que impiden que su uso se generalice y popularice. En primer lugar, la energía requerida para forzar el paso del agua por un poro tan insignificante es muy alta. Si esa energía se genera utilizando combustibles fósiles podemos deducir muy fácilmente que desalar agua implica emitir una gran cantidad de gases con efecto invernadero. Concretamente un promedio de 0,35 unidades equivalentes de CO2 por cada m3 de agua de mar procesada. Por otra parte, es obvio que un gran gasto energético está asociado a un alto coste de producción. Éste ronda los 0,7 €/m3 (a lo que hay que añadir los costes de post-tratamiento del agua y de distribución), muy lejos del coste de las aguas superficiales y regeneradas (menos de 0,1 €/m3), e incluso de los costes de bombeo de las aguas subterráneas (hasta 0,4 €/m3).
Comparativa entre costes, consumo energético y emisión de gases con efecto invernadero para distintos tipos de agua de riego (Fuente: Elaboración propia a partir de Martínez-Álvarez et al., 2016. Desalination 38: 58-70).
Además, el agua obtenida no cumple con muchos requisitos agronómicos. En efecto, la composición química del agua desalada es fitotóxica debido a su alta concentración en Boro, Cl– y Na+. Carece de micronutrientes (calcio, magnesio, sulfatos), acarrea problemas de sodificación del suelo y tiene un pH ácido, lo que disminuye su capacidad de tamponamiento y provoca corrosión en los sistemas de riego. Este asunto es particularmente delicado en la España caliza, la más árida, donde las placas de cal que recubren los conductos por los que viaja el agua se desprenden con aguas de este tipo, causando el deterioro de los equipos de riego.
Por todo ello el agricultor es receloso a la hora de utilizar el agua originada en las plantas desaladoras. Para ello está obligado a adecuarla al uso agrario y a re-planificar sus riegos (mezclar el agua desalada con otra convencional) e incluso sus cultivos incurriendo, por tanto, en una serie de costes adicionales o penalizaciones en el rendimiento agrario.
Parámetros químicos de las aguas desaladas y su comparación con los requisitos agronómicos (Fuente: Elaboración propia).
Como vemos, las desaladoras no son una solución pulida. Sin embargo, pueden ayudar a resolver un gran problema con una serie de retoques, tales como el uso de energías limpias, un buen sistema de incentivos (como sugería Delacámara en esa misma entrevista) o la combinación con otras aguas de riego. El telón de fondo debería ser una perspectiva territorial que ayude a apreciar los efectos beneficiosos de aportar agua con baja carga iónica a paisajes cuyos suelos y acuíferos expiran por aridez y sobredosis de sal.
J.M. Valderrama es consultor e investigador asociado a la EEZA (CSIC) y autor del libro Los desiertos y la desertificación y del capítulo “El riesgo de desertificación: evidencia y elementos para el análisis” en el Libro Blanco de la Economía del Agua.