Originalmente publicado en ABC Natural – Desarrollo 16/12/2016
Escribía el rumano Emil Cioran (1911-1995) que “la lucidez es el único vicio que hace al hombre libre: libre en un desierto”. Si uno aceptase que España es un país de mujeres y hombres libres y lúcidos, quizás tendría que asumir también la segunda parte de la afirmación de Cioran, por más que él la escribiese con un sentido menos literal.
En España nos hemos acostumbrado a records, relacionados entre sí, que uno comienza a pensar que tienen algo de macabro (con perdón).
2015 fue el año más cálido a nivel mundial desde que comenzaron los registros sistemáticos en 1880. El anterior record se había alcanzado en 2014 y hay motivos para pensar que 2016 podría volver a batirlo, como resultado del llamado fenómeno de El Niño. Los anteriores máximos se habían alcanzado en 2010 y en 2013. De hecho, de los 16 últimos valores anuales máximos sólo uno no corresponde a este siglo (1998). Uno empieza a sentirse huevo duro. Además, hay evidencia de que la zona mediterránea se calienta en promedio más que otras zonas del planeta.
Por otro lado, hay evidencia empírica que muestra que España es el país de Europa con mayor riesgo de desertización de Europa. Este complejo fenómeno avanza y afecta ya a más de dos tercios del territorio nacional, que pertenecen a la categoría de áreas áridas, semiáridas o subhúmedas secas y que, por lo tanto, están potencialmente afectadas por el proceso de desertización. La Comunidad Valenciana, Murcia, Canarias, la mitad de Andalucía, corren el riesgo de convertirse en desiertos. Castilla-La Mancha, Cataluña, Madrid, Aragón, Baleares y el resto de Andalucía harían bien en no mirar hacia otro lado.
La erosión o pérdida de suelo es, en realidad, el precursor de la desertización. No sólo genera un problema in situ por la pérdida de nutrientes o ex situ como resultado de la acumulación de material, dando lugar por ejemplo a la colmatación de embalses. Cuando el aire y el agua arrastran las partículas superficiales del suelo, éste pierde fertilidad y queda desprotegido, lo que da lugar a una regeneración más lenta de la cubierta vegetal. Hay que pensar, por otro lado, que el suelo se forma a escala geológica, en miles de años. Sin embargo, puede destruirse en pocas décadas, siendo irreversible en muchas áreas a escala humana. Dicho de otro modo, se volverá a crear suelo pero no estaremos aquí para verlo.
No faltará quien crea que la erosión y la desertización son el resultado de un clima semiárido, como el que predomina en amplias zonas del país. Una parte importante del territorio, efectivamente, se ve afectado por sequías estacionales, extrema variabilidad de las precipitaciones o lluvias súbitas e intensas. También explica la tendencia a la desertización la existencia de suelos pobres, propensos a la erosión. Esto es especialmente cierto en zonas de relieve desigual, con laderas de gran inclinación. Otro factor no menor es la pérdida de cubierta forestal a causa de numerosos incendios. Este dato, de hecho, es compatible, aunque pueda parecer paradójico, con el aumento de la superficie forestal arbolada en términos netos (a veces en diferentes lugares, con diferentes especies). Se suma a ello la crisis de la agricultura tradicional, con el consiguiente abandono de tierras, el deterioro del suelo y de las estructuras (naturales o no) de retención y conservación de agua.
En muchos de esos factores condicionantes (incendios, cambios en las prácticas agrícolas, variaciones en los usos del suelo, localización de actividades económicas, etc.) influyen, sin duda, nuestras decisiones. Es decir, si bien hay factores naturales, hay otros que son el resultado de nuestros aciertos y desvaríos. A estos últimos es imprescindible sumar la explotación insostenible de numerosos recursos hídricos subterráneos, la contaminación química y la salinización de acuíferos, ésta en ocasiones como resultado de regar menos, en otra paradoja cruel. También es crucial tener presente la concentración de la actividad (asentamientos humanos, agricultura, turismo), en las zonas costeras, caracterizadas por escasez estructural de agua y riesgo de sequía.
También en ese sentido España ostenta records cuando menos inquietantes o ambivalentes. Este año, según Exceltur (la patronal del sector turístico), llegarán a España 74 millones de visitantes, un 9% más que el pasado año; seguramente menos que en 2017. A ellos, se habrán sumado los turistas nacionales y las segundas viviendas en manos de no residentes. El 70% de esos visitantes se concentra en áreas con escasez estructural de agua y con riesgo de sequía: los archipiélagos, la costa Mediterránea y la Andalucía no mediterránea. En 2013, llegaron 60,6 millones de turistas; el ritmo de crecimiento anual es vigoroso. Se prevé que la llegada de turistas internacionales crezca a un 3,3% anual en promedio durante el periodo 2010-2030.
La cuenca del Segura, en el sureste español, la de mayor nivel de escasez de agua de toda la Unión Europea, el déficit se estimaba en el último Plan Hidrológico, entregado a la Comisión Europea el pasado año, en 458 hm3/año, de los que 448 corresponden a usos agrarios y 10 a usos urbanos. Para el horizonte de 2021, ese mismo Plan considera un déficit de 400 hm3/año, asumiendo una aportación del Trasvase Tajo-Segura equivalente a las aportaciones medias del periodo 1980/81-2011/12.
Hará falta mucha lucidez para evitar el desierto. La presión sobre los recursos hídricos conduce a acentuar los problemas de pérdida de suelo, mucho más en un contexto como el que define el cambio climático. La mala noticia es que somos responsables de buena parte de estos problemas; la buena es que también lo somos de adoptar soluciones eficientes, equitativas y sostenibles. Ahora bien, en una frase que se atribuye por error a A. Einstein, M. Twain o B. Franklin y parece más bien de Rita Mae Brown “es una locura hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”.
Gonzalo Delacámara
Director Académico del Foro de la Economía del Agua y Coordinador del Departamento de Economía del Agua en la Fundación IMDEA Agua