El Londres victoriano: la ciudad de contrastes sobrecogedores
A principios del siglo XIX, el río Támesis, (como tantos otros en España hasta hace no muchas décadas) era una alcantarilla abierta, con consecuencias desastrosas para la salud pública de la ciudad de Londres. Eran frecuentes las epidemias de cólera llegado de Asia, causadas por cepas de enterotoxinas de la bacteria Vibrio cholerae. Desde principios del siglo XVIII es posible encontrar propuestas para modernizar el sistema de alcantarillado de la ciudad; sin embargo, nunca llegaron a prosperar por sus costes. (O quizás habría que decir por una percepción errónea y miope de sus costes). La reacción, como en tantas ocasiones, llegó de la mano de una crisis: el llamado Gran Hedor (Great Stink) de 1858, en plena época victoriana (1837-1901).
Los ciudadanos más opulentos de Londres eran muy vulnerables al cólera, lo que creaba un poderoso incentivo para resolver el problema. Los inodoros, con su origen en la época de los Tudor (1485-1603), en realidad solo adoptaron su forma actual (cisterna, codos, tuberías y válvulas en un único sistema), en torno a 1770. El retrete además comenzó a desplazarse desde el exterior al interior de las casas. Entre 1860 y 1870 comenzaron a generalizarse entre la clase media, reemplazando fosas sépticas o letrinas. Las redes de alcantarillado de principios del siglo XIX, diseñadas para desaguar el agua de lluvia al Támesis, se convirtieron en redes de transporte de aguas residuales sin tratar que eran vertidas al río. En 1830 la esperanza de vida al nacer en Londres era de 29 años. En 1858, en un verano especialmente cálido, el hedor se hizo insoportable, lo que explica que en 18 días los miembros del Parlamento, que llegaron a plantearse abandonar la ciudad, aprobaran la inversión en un nuevo sistema de alcantarillado para la ciudad. Comenzaba el fin de profesiones tan sórdidas como los toshers y grubbers (que recorrían las alcantarillas y otras zonas de drenaje buscando objetos de valor), mudlarks (niños que hacían lo propio en los lodos de las riberas fluviales), recogedores de excrementos y baldeadores.
El gran hedor mundial: las carencias en los servicios de agua potable, saneamiento e higiene
Cada mes, en 2018, mueren decenas de personas en India en la limpieza manual de colectores, alcantarillas o fosas sépticas. No es solo una forma insidiosa de discriminación en un sistema de castas; es también el resultado de las carencias del sistema de agua potable y saneamiento en ese y en tantos otros países del Sur global. Son víctimas que se añaden a las que derivan de la ausencia de acceso mejorado a servicios de agua potable y saneamiento básico, tanto en términos de morbilidad como de mortalidad prematura.
Desde luego en el Día Mundial del Retrete, el 19 de noviembre de cada año, pero también cada día antes y después del mismo, conviene recordar la evidencia que proporciona el Joint Monitoring Programme de OMS y UNICEF, que básicamente podría resumirse en que quien no tiene agua también bebe y quien no tiene retrete también defeca. Esa realidad dantesca, obscena, repulsiva e inequitativa del Londres del XIX ya no existe allí pero constituye el día a día de miles de millones de personas hoy.
Con los últimos datos disponibles y comparables para todos los países (2016), 2.123 millones de personas utilizaban un servicio de agua gestionado de manera insegura (es decir, fuera de su vivienda, no siempre disponible y con presencia de contaminación). Dos tercios de esas personas vivían en zonas rurales del mundo.
Por otro lado, en lo que sin duda constituye un desafío mayor y estrechamente vinculado al anterior, 4.423 millones de personas (el 61% de la población mundial) emplearon un servicio de saneamiento inseguro: sin tratamiento de excretas. Tres de cada cinco personas en esa situación de carencia vivían en zonas rurales. Sólo 1.900 millones de personas (27% de la población mundial) tienen instalaciones de saneamiento privadas conectadas a redes de alcantarillado que conducen al tratamiento de aguas residuales. Usted pertenece a esa realidad privilegiada.
El progreso (al margen de esa pulsión sentimental e irracional del Brexit, por otro lado tan escasamente londinense) llegó a la ciudad de Londres, cuya esperanza de vida al nacer está hoy cerca de los 83 años en promedio. Sin embargo, en 2016 todavía 892 millones de personas en el mundo defecaban al aire libre, de los que casi 600 lo hacen en India, segundo país con mayor población del mundo, tercera economía en PIB corregido por la paridad del poder adquisitivo, segundo país con mayor número de migrantes.
Lo que deriva de esta evidencia numérica es una normalidad muy alejada de nuestro concepto de lo cotidiano. En el mundo, lo normal es muy poco normal. Para la mayor parte de la población mundial no es sencillo disponer de agua a menos de 30 minutos (¡!!!), en las propias instalaciones de su vivienda, disponible cuando se necesita, libre de cualquier forma de contaminación. Tampoco lo es tener un sistema de saneamiento que no deba compartirse con otros hogares, que contenga las excretas, cuyo sistema de almacenamiento se vacíe de modo seguro y recurrente, en el que sus aguas residuales se lleven a instalaciones de tratamiento y donde las mismas sean tratadas de modo eficaz antes de ser devueltas al medio o reutilizadas. Usted pertenece a una parte del mundo donde todo eso no ocurre. En la otra parte del mundo, como decía Juan José Millás, refiriéndose a Delhi (India), “la miseria es costumbrista, la muerte es costumbrista, el cemento agrietado es costumbrista, las ratas son costumbristas”.
Si hoy, antes de trabajar, ha llevado a su hija o su hijo al colegio, su preocupación cotidiana habrá girado en torno a su almuerzo, a llegar a tiempo, a una prueba parcial de matemáticas, a si se relaciona con uno u otro… Son preocupaciones casi gozosas; en muchos sentidos, neurosis de abundancia. En el 19% de las escuelas del mundo no hay acceso a agua de ninguna clase. Casi 570 millones de niños se ven afectados a diario por la falta de ese servicio en su escuela. El 23% de las escuelas (620 millones de niños), carecen de cualquier instalación de saneamiento. Todo es más difícil si cabe para los niños con capacidades diferenciales o para las niñas adolescentes que se inician en su periodo menstrual. La ausencia de agua corriente, instalaciones de saneamiento o simplemente de instalaciones con una mínima privacidad las expulsa de la escuela. Se estima que una de cada diez niñas con su periodo menstrual no acude a la escuela en el África subsahariana. Sobrecoge pensar en la vida de esa niña pero ¿y la de las nueve que se mantienen escolarizadas en esas circunstancias? En Bangladesh o India, muchas de esas niñas esperarán al amanecer o al atardecer para buscar la privacidad de la que carecen. Caminarán entonces hasta una quebrada, hacia un bosque, hasta el cauce contaminado de un río, para hacer sus necesidades. Entonces, a esas horas, aumentará el riesgo de ser agredidas sexualmente.
Nuestra propia realidad y la idea de progreso
Usted mantiene una relación fugaz con el agua: llega a su grifo, en escasos segundos lo abandona con la calidad alterada y apenas tiene que preocuparse de lo que ocurre antes y después de esos dos momentos, que en muchas ocasiones son simultáneos. En el caso más común, ignora todo lo que ha sido necesario hacer para proporcionarle agua potable y mucho más, si cabe, lo que ocurrirá con sus aguas residuales. En casos menos frecuentes, quizás alcance a entender el ciclo completo pero lo dará por hecho, pues en realidad forma parte de sus derechos adquiridos. Todos aquellos a quienes conoce tienen acceso continuo a los servicios urbanos de agua.
Estamos dotados de cobertura universal, con sistemas de operación altamente tecnificados, con continuidad en el servicio, pagando tarifas mínimas (puede acceder en promedio a cinco litros por un céntimo de euro, que además cubre todos los servicios de los que se carecen en los países menos desarrollados), con unos niveles de calidad que convierten al agua de grifo quizás en el bien de consumo humano con más garantías sanitarias, beneficiándose de numerosas innovaciones, con sistemas de ayuda social que garantizan el pago y el servicio a quienes se encuentran bajo el umbral de pobreza, con prolija regulación europea que vela por el buen estado ecológico de las masas de agua y por la calidad del agua potable y por los estándares de depuración de nuestras aguas residuales… No siempre estuvimos aquí. Hable con sus abuelos, con sus padres; dependiendo de la edad es posible que también usted haya conocido una realidad diferente y peor. Llegar aquí es un logro colectivo. No sólo de empresas centenarias o de operadores más recientes; no sólo de numerosos gobiernos centrales, regionales y locales. Fundamentalmente el logro es suyo, como miembro de esta sociedad que progresa.
Sin embargo, el progreso no es un destino en el que se cree sino un objetivo que se desea y hacia el que se lucha por avanzar, habitualmente en un contexto incierto. Se puede hablar de progreso cuando se favorece un modelo de organización social en el que el mayor número posible de personas alcance mayores cuotas de libertad y bienestar. Son progresistas quienes combaten la pobreza extrema y la exclusión social, la ignorancia y el debilitamiento de la cultura democrática. La sociedad progresa cuando amplía y consolida la idea de ciudadanía. Ser progresista es mostrarse inconformista ante la desigualdad pero sobre todo intentar superarla de hecho. Por el contrario, es reaccionario perpetuar esas desigualdades, consolidar privilegios sociales, dañar los procedimientos democráticos (a veces en nombre de ideales deseables a primera vista) y extender mitologías colectivas aprovechándose del malestar de muchos como si fuesen verdades científicas irrefutables cuando no son más que proposiciones y retóricas peronistas… Actitudes reaccionarias hay a uno y otro lado del espectro político.
El hedor se hace irrespirable, además, cuando uno ignora la realidad de esos más de dos mil millones de personas sin acceso mejorado a agua potable y de esos más de cuatro mil millones de personas sin acceso mejorado a saneamiento. En nuestra falta de reconocimiento del otro no hay solo una actitud cómplice y miserable sino un profundo déficit de cultura democrática. Nada de eso se soluciona solo con tecnología o con financiación; hace falta profundizar en la gobernanza del agua, convocar a todos los que en el mundo tienen algo que aportar (sociedad civil, organizaciones gubernamentales a diferentes escalas y sector privado), buscar soluciones cooperativas sobre la base de criterios racionales y guiados por nuestras obligaciones con otros seres humanos para los que la normalidad hace tiempo que dejó de ser normal.
Este artículo fue escrito en el 19 de noviembre 2018, el Día Mundial del Retrete, y publicado en la plataforma de iAgua el 20/11/2018.