En 1989, el economista británico John Williamson, del Institute for International Economics, un think tank de Washington, acuñó la expresión Consenso de Washington para referirse a una serie de principios comunes en el asesoramiento de instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o el Departamento del Tesoro de los EEUU. Se creía entonces que el cumplimiento de esos principios sería necesario para la recuperación de los países de América Latina, en profunda crisis durante los ochenta. Los resultados del mismo fueron desiguales, cuando no nefastos.
Uno de esos principios era la privatización de empresas públicas. Otro, la desregulación, como medio para eliminar “barreras a la competencia”. En nombre de dicho Consenso, presentado siempre de modo dogmático, se llevaron a cabo numerosas privatizaciones de servicios públicos: la provisión de agua y saneamiento, gas natural, telecomunicaciones, energía eléctrica, transporte local, etc. Para quienes desde el análisis de resultados de algunas de esas privatizaciones criticamos las mismas, resulta ahora penoso tener que alertar sobre los riesgos de procesos en sentido contrario: la reversión a la gestión directa (con frecuencia vía servicios municipales o empresas públicas), a veces también como resultado de apriorisimos.
Podría ser una involución ideológica de quien esto escribe, desde posiciones de izquierdas hacia un credo neoliberal, pero les confieso que no es el caso en sentido alguno. De hecho, es más bien la perseverancia en los mismos criterios racionales que nos llevaron a alertar sobre ciertas privatizaciones basadas casi de modo exclusivo en juicios de valor.
Los defensores de ese oxímoron que es la gestión exclusivamente pública de los servicios urbanos de agua buscan malas prácticas privadas para justificar su posición. Defender la gestión privada a partir de la identificación de fallos públicos parece, en realidad, una actitud igualmente estéril y desaconsejable. Existen buenas (y malas) experiencias en ambos sectores y en diversas fórmulas de cooperación público-privada.
Una de las mayores dificultades en el sector del agua es la lentitud para avanzar en ciertos debates, entre otras cosas por una mala definición de los mismos. Miente al ciudadano quien, bajo gestión privada, no enfatiza sobre la búsqueda del interés general en la prestación de un servicio de titularidad pública. Mienten igualmente quienes emplean el término “remunicipalización” pese a saber que el servicio nunca deja de ser municipal; tanto es así que incluso la decisión de privatizar es pública, aunque el lector pueda percibir en esta afirmación una paradoja.
Afirmar que, como el agua es un bien de dominio público (lo es) y los servicios del ciclo urbano del agua son un servicio de titularidad pública (lo son), estos deben ser prestados por el sector público implica incurrir en un error básico: presentar como proposición de carácter universal algo que es tan incierto como afirmar que la gestión pública o la gestión privada son sistemáticamente más eficientes. La evidencia internacional no muestra la superioridad de modelo alguno pero sí de aquellos sistemas institucionales donde prevalece la cooperación entre sociedad civil, sector público y sector privado; la buena regulación como parte de una adecuada gobernanza del sector; la prevalencia del interés general…
No se debe caer en el relativismo de pensar que todo es caso a caso pero tampoco en afirmaciones que no reconozcan el contexto. Esto, por supuesto, obliga a eliminar el nivel de discrecionalidad en la decisión pública; a riesgo de solemnizar la obviedad: el operador siempre debería ser aquel que mejor garantizase los objetivos sociales asociados a la provisión del servicio de modo equitativo, sostenible, eficiente, garantizando la viabilidad financiera del servicio, la ganancia razonable del operador (sea cual sea su carácter), el progreso tecnológico, la adaptación a un contexto cambiante y crecientemente incierto…
Hay muchos otros mitos en relación al agua. Hay quien incluso afirma que el agua potable debería ser gratis dado que es esencial para la vida. Por supuesto, siempre hay quien responde que, dado que es esencial, debería ser muy cara. Ambas afirmaciones son un sinsentido. En realidad, lo que sí es cierto es que el precio debería ser tal que garantizase un objetivo financiero de los operadores (públicos, mixtos o privados): la recuperación de costes, por ejemplo para renovar las redes (que en un 40% ya superan más de 30 años). Y, por encima de todo, una serie de objetivos de otra índole, vinculados al más genuino sentido de lo público: la consecución de ciertos niveles de calidad ambiental, la capacidad de pago de todos los hogares en función de su renta disponible, los adecuados incentivos para un consumo eficiente del recurso, la seguridad hídrica a medio y largo plazo a escala de cuenca, el aumento de la resiliencia frente a sequías e inundaciones, la restauración de ecosistemas acuáticos, la adaptación al cambio climático...
¿Quién habla de esto a los ciudadanos? ¿Sabe el habitante de Barcelona qué paga exactamente en su tarifa de agua y a quién?
El comportamiento partidario se explica en parte por nuestro desconocimiento de lo compartido, más allá de legítimas (e incluso deseables) discrepancias. Con frecuencia nos mostramos incapaces de distinguir entre razonamientos y juicios de valor. No contribuye al interés general el furor en la defensa de argumentos que a veces no son sólo incompatibles con la decencia, sino también con la lógica. El sectario quiere que su causa salga adelante a toda costa, aunque el conjunto de los ciudadanos padezca (e incluso ignore la gestión del ciclo urbano del agua, algo que en sí mismo debería ser una preocupación prioritaria).
A veces da la sensación de que se valoran las instituciones no como garantía del interés del ciudadano, el auténtico sujeto de derechos, sino sólo en la medida que puedan ser empleadas al servicio de una ideología (privatización o remunicipalización, tanto da). Es una actitud mourinhista – ya sabrán a qué me refiero: ganar a costa de cualquier cosa, incluso si es un servicio bien prestado como en Madrid o Barcelona.
En la bipolaridad del sector del agua en estos tiempos, donde impera la intransigencia, se tiende a detestar mecánicamente a quien no piensa como uno, mostrándose incapaces de cuestionar lo que llega desde aquellos a los que uno considera los suyos, empeñados en no cambiar jamás de opinión, por si acaso. Ya nos alertaba Antonio Muñoz Molina: “la intolerancia y el sectarismo requieren súbditos”. En sentido contrario, el pensamiento crítico, libre, demanda ciudadanos.
Gonzalo Delacámara
Director Académico del Foro de la Economía del Agua y Coordinador del Departamento de Economía del Agua de IMDEA Agua.
Publicado originalmente el 28 de julio del 2017 en Economía Digital.