La mirada sobre los recursos hídricos y su gestión es, con frecuencia, parcial, limitada, limitante. Observamos la escasez estructural o las sequías y desatendemos el riesgo de inundaciones, analizamos la contaminación difusa y no siempre lo hacemos con el debido análisis de los usos del suelo, nos enfrentamos (tímidamente, hay que decirlo) a la pérdida de diversidad biológica o de servicios de los ecosistemas acuáticos y desatendemos ciertas alteraciones hidromorfológicas. Todo ello, incluso, cuando superamos una barrera previa: la mirada sectorial. En parte, esa mirada (a ratos miope, a ratos parcial), condiciona enfoques analíticos parcelados, modelos de decisión que no contemplan (o no del todo) la coordinación de políticas…
Esto es especialmente evidente en relación a fenómenos complejos, que van más allá de sectores concretos, que sólo pueden analizarse en múltiples escalas (espaciales, temporales, de organización de ecosistemas, etc.) y que, además, se conectan entre sí: cambio climático, desertificación, pérdida de diversidad biológica.
El segundo de ellos nos permite compartir hoy una serie de reflexiones.
La desertificación tiene dos orígenes básicos: la aridez del territorio y la actividad humana inadecuada en el uso del suelo. Según la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CLD), las zonas susceptibles de desertificación son aquellas áreas áridas, semiáridas y subhúmedas secas, que en España suponen ya más de dos tercios del territorio. No toda esa zona se ha desertizado pero está en riesgo inequívoco de serlo. Desde un punto de vista técnico, en esas zonas la proporción entre la precipitación anual (es decir, agua en cualquier forma que cae sobre la superficie terrestre en un año) y la evapotranspiración potencial (la pérdida de humedad en la superficie a través de la evaporación directa del agua y la transpiración de los seres vivos, sobre todo de las plantas), está entre 0,05 y 0,65 (para que nos entienda el lector, si cayese un litro de agua en un metro cuadrado y se evapotranspirase ese mismo litro de agua, esa relación sería de uno). Si la pérdida de humedad del suelo es superior al agua que cae, el resultado es el avance de la desertificación. La evapotranspiración muestra, de hecho, el agua que la atmósfera, en forma de vapor, y las plantas, demandan en un momento dado.
Lo verdaderamente importante es que la desertificación (entendida como proceso inducido por nuestras decisiones, en contraste con la desertización, que es una evolución más natural, más ajena a la actividad humana) afecta incluso a zonas no desérticas. Como tantas otras cosas, en esencia sigue siendo una realidad oculta o ignorada.
La desertificación y el cambio climático
La relación entre desertificación y cambio climático es compleja y funciona en ambos sentidos: el calentamiento global del planeta aumenta la desertificación y ésta induce un aumento del cambio climático. Tiene mucho sentido cuestionarse sobre la relación entre desertificación y cambio climático. En realidad, también entre esos dos fenómenos mundiales y la pérdida de diversidad biológica. La desertificación se asocia a la pérdida de biodiversidad y contribuye al cambio climático a través de la pérdida de capacidad para fijar carbono y el aumento de la radiación que la superficie refleja al incidir sobre ella la luz solar (el conocido efecto albedo), pues las superficies claras (por ejemplo, un desierto) reflejan más que las oscuras (una zona con cubierta vegetal).
En cuanto a la mitigación de estos impactos, pese al descenso relativo de las emisiones de gases de efecto invernadero en España en los últimos años, lo cierto es que entre 1990 y 2012 España aumentó su contribución al calentamiento global en un 22%, más de lo que le permitía el protocolo de Kioto y los desafíos en la adaptación al cambio climático no son menores.
Es curioso, no obstante, desde nuestra perspectiva como economistas, que cuando uno intenta explicar la desertificación, normalmente se refiere a las condiciones climáticas (el clima semiárido, las recurrentes sequías estacionales, la extrema variabilidad de lluvia, las precipitaciones intensas en periodos muy cortos), todas ellas exacerbadas por el calentamiento global. Se puede incluso atribuir la desertificación a los suelos pobres con tendencia a erosionarse, al relieve desigual, a la pérdida de cubierta vegetal por incendios forestales espontáneos, al abandono de tierras en zonas rurales. Sin embargo, todos esos factores coadyuvan pero no explicarían la desertificación de no ser por determinadas pautas insostenibles en nuestro comportamiento: los incendios provocados, la sobreexplotación consiguiente de los recursos hídricos superficiales y subterráneos, y la concentración de la actividad económica – especialmente turismo y agricultura, en determinadas zonas del país (arco mediterráneo, archipiélagos, cuenca del Guadalquivir…).
La agricultura, por ejemplo, todavía consume casi el 70% de los recursos hídricos disponibles (frente al 15% destinado a usos urbanos), la concentración de la población en las costas se intensifica, la generación de energía eléctrica todavía tiene una presencia no menor de combustibles fósiles, el transporte de mercancías y personas sigue consumiendo una parte importante de la energía primaria… Honestamente, pese a los esfuerzos realizados (recogidos, por ejemplo, en el tercer Informe de Seguimiento del Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático), quizás un déficit fundamental es la incapacidad colectiva para entender que el cambio climático o la gestión del agua o la lucha contra la desertificación o contra la pérdida de diversidad biológica no son sólo cuestiones ambientales, sectoriales, sino que afectan de modo cierto al desarrollo económico y social del país. Quizás, junto a la desigualdad, son los problemas más acuciantes, los retos más demandantes, y sin embargo no siempre reciben la atención necesaria.
El turismo presenta desafíos importantes pues no deja de crecer y concentrarse en las zonas del país más sometidas a estrés hídrico (y consecuentemente menos resilientes al cambio climático).
En 2014, el turismo representaba casi el 11% del PIB. En 2015, aportó casi medio punto al crecimiento español, creciendo al 3,7%, es decir por encima del crecimiento de la economía en su conjunto. Además, supone más o menos el 12% del empleo; uno de cada siete empleos que se crean lo hacen en este sector. Para algunas regiones (por ejemplo, Baleares), supone hasta el 43% de su PIB. Sin embargo, la “gallina de los huevos de oro” genera numerosas presiones sobre el medio. Se habla con frecuencia de la necesidad de cambios en el modelo productivo, y en el terreno del agua, de la lucha contra la desertificación, de la adaptación al cambio climático tenemos una oportunidad preciosa para hacerlo.
Además de ese turismo que crece y se concentra en zonas con escasez estructural de agua, hay muchos otros retos para nuestra generación: una parte de nuestra agricultura consume importantes volúmenes de agua para el riego y aporta relativamente poco al valor añadido bruto de la agricultura en su conjunto (frente a otra que consume poca agua en productos de alto valor añadido), la debilidad de las inversiones en redes de abastecimiento, el desafío mayúsculo de la depuración de aguas residuales, las ventajas comparativas (sol y coste laboral relativamente bajo) para ciertas actividades (agricultura, turismo) intensivas en el uso de agua, el sinsentido del sesgo de la mirada territorial sobre el agua, la fragilidad de la clase política en relación a estos temas, la falta de coraje para revertir tendencias…
Es complejo medir el impacto sobre el PIB de la desertificación pero hay muchos procesos relacionados que ya nos están costando mucho: sequías, inversiones para adaptarse al cambio climático, inundaciones recurrentes, etc.
En términos muy concretos, de cara a combatir la desertificación, tendríamos que repensar el modelo de gestión del agua, vincularlo de modo más claro al modelo de desarrollo económico y social, invertir en reutilización de aguas residuales regeneradas, reducir la sobreexplotación de acuíferos, restaurar ecosistemas acuáticos… Haríamos bien en no confundir lo importante con lo imprescindible.
Y España no es el único lugar del mundo donde ocurren estas cosas; hay mucho que aprender de muchos otros, del mismo modo que España también tiene mejores prácticas. Conviene aprender de California, de sus errores; también de Australia, en algún sentido, que tras catorce años de sequía tuvo que emprender una ambiciosísima reforma de su modelo de gestión del agua todavía con resultados inconclusos y a veces contradictorios… La desertificación es un síntoma; lo que debemos combatir es el síndrome, sus causas. Hay numerosas prácticas relevantes a nivel mundial sobre conservación de suelos, sobre medidas naturales de retención de agua… Es más sencillo y menos doloroso prevenir la desertificación que recuperar zonas desertificadas. Esperar a la crisis implica reducir la gama de alternativas y asumir que éstas serán más costosas. ¿O no es así con nuestra propia salud?
Gonzalo Delacámara
Director Académico del Foro de la Economía del Agua y Coordinador del Departamento de Economía del Agua de IMDEA Agua