Uno de los eslóganes más persuasivos, permanentemente esgrimidos por los representantes de aquellas regiones secas que han convertido la agricultura de regadío en un sorprendente motor económico, es aquel que proclama que hasta la última gota de agua que captura su red de tuberías se torna en riqueza. Aquí, aseguran, no se desperdicia nada.
En efecto, invertir en sistemas de regadío hiper-eficientes, que conducen el caudal necesario de agua desde el punto de suministro hasta la misma planta sin que se pierda nada por el camino, supone ahorrar miles de metros cúbicos de agua. Es de esperar, tras la mejora de la eficiencia en el riego, que las cosas mejoren y que por tanto el agua deje de ser el factor que limita el desarrollo de estas regiones.
Sin embargo, el mensaje que trata de hacernos percibir como un castigo divino el hecho de que falta agua precisamente en aquellos lugares donde la tratan con más mimo, se reitera. ¿Por qué siendo la punta de lanza de las técnicas de riego persisten las carencias hídricas?
Por una razón muy sencilla: ser muy eficiente a escala de parcela no implica que lo seamos a escala territorial. Un sencillo ejemplo numérico nos permite ilustrar cómo la integración de unidades perfectamente eficientes nos lleva a un modelo del uso del agua ineficiente.
Consideremos una parcela que precisa 2000 m3/ha cada año y cuenta con un sistema de riego de tercera división que solo aprovecha el 50% del agua que le llega en alta. Así, se necesitarán 4000 m3 para cubrir las necesidades de sus cultivos. Siguiendo con nuestros supuestos, nuestro agricultor decide invertir en un sistema de riego que no desperdicia ni una sola gota. Los cálculos son contundentes, tras el cambio se ahorran 2000 m3 cada año.
Bien, la cuestión es la siguiente: ¿Dónde va a parar esa agua que ya no se emplea para regar la parcela de marras? ¿Es un ahorro real? Lo que suele ocurrir es que esos golosos 2000 m3 sobrantes (ya no son ahorrados) se utilizarán para poner en cultivo una nueva parcela, eso sí, con un sistema de riego 4.0.
La propagación de este modelo del uso del agua nos ha conducido al deterioro de buena parte de las aguas subterráneas del mundo, a construir embalses que no alcanzan a cubrir la demanda de agua y, en definitiva, a un modelo insaciable que se escuda en la alta eficiencia de sus unidades de consumo para seguir reclamando más recursos. Una agricultura extremadamente tecnificada y eficiente da como resultado, a nivel territorial, cuencas expoliadas y regiones desarticuladas, que son exprimidas hasta límites insostenibles.
Este fenómeno tan contraintuitivo no es nuevo. Fue descrito en 1865 por el economista y filósofo inglés William Stanley Jevons. Aunque el ámbito de lo que se conoce como la Paradoja de Jevons era otro muy distinto (se refería a la eficiencia del uso de carbón por las máquinas de vapor), sus reflexiones se pueden trasponer fácilmente al uso del agua en la agricultura: “a medida que el perfeccionamiento tecnológico aumenta la eficiencia con la que se usa un recurso, es más probable un aumento del consumo de dicho recurso que una disminución”. Este efecto rebote es extensible al campo forestal, donde la eficacia en apagar pequeños incendios genera un paisaje continuo y homogéneo que hace mucho más probable un gran incendio (es la paradoja de extinción – minuto 8.30 del audio), o al sector pesquero, donde proliferan los barcos equipados con la tecnología más moderna vía satélite –capaces de detectar cualquier banco de peces– y que, si no se imponen cuotas, es evidente que agotarán todos los caladeros.
Trastocar los circuitos de la naturaleza conlleva una serie de precauciones y principios de conservación que van más allá (siguiendo con el paralelismo) de apañarse con un simple buscapolos. Hay que sopesar bien qué cable cortamos, dónde se hace una nueva soldadura, qué conexiones habilitamos. Descuidos como este de la escala, en el que se extrapola el comportamiento del sistema bajo cualquier circunstancia, nos abocan a errores que pueden no tener vuelta atrás.
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