La desertificación se puede definir como el desajuste entre la disponibilidad de recursos naturales y su uso. Si bien esta situación es extensible a otros problemas medioambientales, la peculiaridad de la desertificación radica en que se da en territorios áridos, aquellos donde el índice de aridez (la ratio entre la precipitación y la evapotranspiración potencial) es menor a 0,65.
Es preciso recalcar que hablamos de usos del recurso, lo que implica de manera directa al ser humano en la génesis del problema. Así, la desertificación no debe equipararse con el avance de un desierto previamente establecido, como el Sahara o el Atacama. Los límites de este otro tipo de desiertos dependen exclusivamente de pulsiones climáticas y por esa razón se conocen como desiertos climáticos.
En las zonas áridas –que en rigor incluyen las sub-húmedas secas, semiáridas y áridas–, el factor limitante es la disponibilidad de agua. Así, la dimensión poblacional y la envergadura de sus economías se ha adaptado a una provisión de agua escasa e irregularmente distribuida, tanto espacial como temporalmente. Durante siglos, incluso milenios, los habitantes de estas regiones han empleado el principio de precaución y la regulación del agua estaba sometida a cuidadosos reglamentos y severas sanciones cuando estas no se cumplían. Un mal cálculo podía suponer la ruina, en el mejor de los casos, y la emigración o la muerte en el peor.
La autorregulación impuesta en la administración de un recurso tan escaso no es óbice para intentar prosperar y mejorar las condiciones de vida. Así, el comportamiento oportunista ante coyunturas favorables es el esperable en zonas comparativamente poco desarrolladas, que ven en estas novedades el esperado maná. Los procesos de desertificación comienzan con el cambio de escenario que, en primera instancia, trae a la región una prosperidad desconocida. El súbito enriquecimiento desata la ambición reprimida desde tiempos inmemoriales y el desacople de la economía de los ciclos naturales. El lugar se convierte en un polo de atracción mientras los recursos comienzan a verse afectados.
Durante un tiempo es posible mantener la bonanza, pero ¿cuánto? Dependerá de muchos factores, tales como ayudas exógenas en forma de subvenciones más o menos encubiertas que permitan ignorar los síntomas de degradación o de que la climatología sea más o menos favorable. El sistema llegará a un punto en el que la extracción de recursos pondrá en peligro su propia regeneración. Es en esta encrucijada donde se jugará el destino del enclave (de la región, de la comarca). Si el sistema económico vuelve a someterse a la provisión natural de recursos es posible que se recuperen; si la codicia se apodera de la toma de decisiones entonces el ecosistema se verá abocado a una degradación irreversible.
Son numerosos los ejemplos, a lo largo de la historia, donde elegimos el camino equivocado. Por ejemplo, en los años treinta del siglo pasado, en el Medio Oeste norteamericano, la invención del arado profundo, la aparición de una variedad resistente al frío, el hecho de que disminuyesen la frecuencia de las terribles tormentas de la zona, unido a la revolución bolchevique, creó las condiciones perfectas para convertir aquellas inmensas llanuras en las que había indios, bisontes y hierba, en un inmenso trigal. Muchos se hicieron ricos en poco tiempo, pero la reaparición de las tormentas encontró un suelo desnudo y desmenuzado que voló, literalmente, por los aires. Tras la efímera riqueza llegó la ruina y el episodio de conoció como Dust Bowl. La emigración que siguió a la tremenda erosión eólica se puede leer, o ver, en Las uvas de la ira.
En épocas más recientes, al sur de Marruecos, observamos otra confabulación de factores que llevan al sistema a su límite. Una política de subvenciones estatal dirigida a ganarse a la población fronteriza junto a la apertura de carreteras que unan estos remotos lugares con mercados y el dúo bombas de agua y tecnología de perforación inimaginable hasta hace poco, han convertido el borde del Sahara en una plantación de sandías. Como era de esperar el acuífero sobre el que se ha creado este milagro está cerca del colapso y los nómadas favorecidos por la carambola disfrutan de una cantidad de agua que sus antepasados jamás pudieron imaginar.
El problema se ha repetido a lo largo de la historia en diversos lugares y desde luego España no es una excepción. En nuestro país (donde el 70% de su superficie es potencialmente desertificable) el 20% del territorio ha visto mermada su productividad natural y un 1% se está degradando. El problema afecta potencialmente al 35% de la superficie terrestre y el cambio climático no parece cooperar en esto de acoplarse a los ciclos naturales. Nos encontramos en una tesitura donde la desmedida ambición nos puede salir más cara que nunca.
J.M. Valderrama es investigador postdoctoral de la Estación Experimental de Zonas Áridas (EEZA) del CSIC, autor del libro Los desiertos y la desertificación y del capítulo«El riesgo de desertificación: evidencia y elementos para el análisis” en el Libro Blanco de la Economía del Agua.
Fotos de María E. Sanjuán.