Tras la voladura de la prensa de Nova Kajovka en Ucrania, es el momento de incrementar la protección del agua en el Derecho Internacional Humanitario
Han pasado ya más de 480 días desde que Rusia invadiera Ucrania. 15 meses en los que hemos podido comprobar la magnitud del daño que ya ha causado la ofensiva con la violación de derechos fundamentales, el bombardero de infraestructuras, la utilización del frío, la oscuridad como arma de guerra y, en última instancia, con un nuevo episodio bélico en el que el agua entra a formar parte de la estrategia militar.
El pasado lunes, 12 de junio, saltaron todas las alarmas. La presa de la central hidroeléctrica de Nova Kajovka se derrumbó. Esta infraestructura afectaba de manera especial a los habitantes de las poblaciones situadas a ambas orillas del río Dniéper hasta su desembocadura en el mar Negro.
En pocas horas, millones de litros de agua anegaron centenares de kilómetros cuadrados. Más de 42.000 personas han tenido que ser evacuadas, 17.000 de ellas de la parte ucraniana y 25.000 de la parte ocupada por Rusia. Familias que durante más de un año han sufrido terribles ataques. Familias que han sobrevivido durante este tiempo en condiciones infrahumanas y que ahora se ven abocadas a abandonar sus hogares ante el miedo a morir. Vidas amenazadas por los constantes bombardeos y ahora por el agua.
La voladura de la presa empieza adquirir la condición de desastre ambiental. El primer ministro ucraniano, Denis Shmihal, ya ha alertado del impacto ecológico que puede provocar a medio y largo plazo por la erosión y «la contaminación de suelos y agua» que afectarán a los cultivos. El gobierno ucraniano calcula que alrededor de 1,5 millones de hectáreas de tierra no serán aptas para cultivar. Además, advierte de que el agua del río Dniéper se puede volver tóxica en algún momento debido a los explosivos utilizados en la zona durante la guerra y concreta que ya se ha registrado un vertido de 150 toneladas de aceite hidráulico, procedente de unos depósitos inundados.
Mientras la mirada del mundo entero se focalizó en los ataques rusos a las infraestructuras energéticas, han pasado desapercibidos los golpes contra depósitos, sistemas de tratamiento y transporte de agua limpia y residuales, e incluso presas de menor tamaño, como la volada en el del río Mokri Yaly, situada en la provincia de Donestsk. Pero, desde el inicio de la invasión, han sido constantes y una rama más de la estrategia militar que ha dejado a millones de ucranianos, especialmente en el este y en el sur, sin acceso regular a agua limpia.
La guerra del agua va más allá de la voladura de una presa. Y ocurre a pesar de que el Derecho Internacional Humanitario contempla la protección del agua en los escenarios bélicos, y de que el Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra de 1949 incluye dos artículos que, de manera explícita prohíben, «atacar, destruir, sustraer o inutilizar» los bienes indispensables para la supervivencia de la población civil, como son las instalaciones y reservas de agua potable, las obras de riego, las presas y los diques.
En estos momentos, y tras esta catástrofe internacional calificada por multitud de expertos como el peor ‘ecocidio’ desde Chernóbil, estamos a tiempo de condenar de manera firme este tipo de actos.
A pesar de que Rusia insiste en que no es culpable, debería aceptar una investigación técnica para determinar la causa. Rusia tiene derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, pero la Asamblea General de las Naciones Unidas, e incluso el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, pueden celebrar una sesión especial.
La Comunidad Internacional debe condenar de manera firme este tipo de actos y promover una mayor regulación para la protección del agua y sus infraestructuras en el Derecho Internacional Humanitario. La seguridad hídrica, entendida como la capacidad de proteger el acceso al agua para el sostenimiento de los medios de vida, el bienestar y el desarrollo socioeconómico, tiene un peso fundamental en la seguridad interior y exterior de todos los países.
De esta manera, velar por la seguridad hídrica en todos sus enfoques -garantía de suministro, reparto equitativo del agua, explotación medioambientalmente sostenible del recurso…- es imprescindible para evitar conflictos relacionados con el agua y, en definitiva, garantizar la seguridad del territorio.
Desafortunadamente, lo sucedido en Ucrania no es un caso aislado. En los últimos 22 años se han registrado al menos 1.057 conflictos por el agua, según apuntan diversos estudios y publicaciones oficiales de instituciones y organizaciones de carácter público y privado. De hecho, sólo en los dos últimos años se han recopilado 202 conflictos por el agua, cifras escalofriantes que, ante un escenario de escasez de agua debido al cambio climático, podrían aumentar. Allí donde hay conflicto armado, hay problemas con el agua. Un claro ejemplo de esta situación es Yemen, donde 18 millones de personas no tienen acceso al agua potable desde que comenzó la guerra.
En Somalia, dos tercios del país se encuentran sin acceso a agua potable tras treinta años de conflictos políticos y armados y una sequía severa que afecta a 1,4 millones de personas.
Cuidar de este recurso vital para la supervivencia de las personas y del planeta nos implica a todos, a la ciudadanía, la comunidad internacional, a gobiernos y estados, a las empresas, también a la academia y la ciencia. Debemos trabajar unidos para que el agua no sea utilizada bajo ningún motivo como un arma de guerra, y lo que aún supone un mayor desafío, para que las guerras pasen a formar parte del pasado.