Estanislao Arana, director Académico del Foro de la Economía del Agua
El 75% del territorio español es potencialmente desertificable y, en la actualidad, el 20% de la superficie total de nuestro país (peninsular e insular) tiene problemas de desertificación más o menos avanzados. Se trata de un problema multicausal que pone en jaque dos recursos básicos para la salud del planeta y la supervivencia de la humanidad: el agua y el suelo. Para contribuir a mitigar de la degradación de estos dos recursos naturales, podemos encontrar soluciones en la gestión racional del territorio y contar con la planificación hidrológica como una herramienta fundamental.
El Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía que Naciones Unidas celebra cada año el 17 de junio, coloca en la agenda una problemática global que afecta a esos dos recursos imprescindibles para la vida en la Tierra, el agua y el suelo. Dos recursos que tienen en común su doble dimensión, la ambiental y la económica. Dos elementos naturales que condicionan definitivamente la vida (actual y futura) “de la Tierra” pero que, también, influyen decisivamente a la forma de vida “en la Tierra” de los seres humanos tal y que incluye, también, su dimensión social y económica.
Naciones Unidas define la desertificación como la degradación de la tierra en las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas, producida por las variaciones climáticas (entre ellas, las sequías) y la acción humana. Se trata de un problema multicausal y cíclico, cuya solución pasaría, entre otras, por la planificación hídrológica y la gestión racional del suelo. Por tanto, la gobernanza de ambos recursos tiene un papel fundamental en la actuación, siempre limitada, que el hombre puede llevar a cabo contra la desertificación como fenómeno, fundamentalmente, natural.
Por sus particularidades geoclimáticas, España es un país especialmente vulnerable a este fenómeno. Como he señalado anteriormente, según los últimos datos disponibles y que serán justificados científicamente en un nuevo número de los Cuadernos del Agua del Foro de la Economía del Agua, el 75% del territorio español (peninsular e insular) es potencialmente desertificable. Además, el 20% de la superficie de nuestro país tiene problemas de desertificación más o menos avanzados. Este porcentaje está calculado desde la perspectiva del índice de erosión del terreno, sin tener en cuenta el estado de las aguas subterráneas, que suponen un agravante más al problema. No olvidemos que el 40% de los acuíferos en España se encuentra en mal estado y que el porcentaje de consumo de las aguas subterráneas en nuestro país está próximo al 25%.
Planificación hidrológica
Las sequías y la escasez de agua no son la causa principal de la desertificación, pero tienen una influencia muy importante en el fenómeno desde diferentes puntos de vista. En primer lugar, la escasez de agua aumenta la aridez de los terrenos y su degradación; paralelamente, la gestión de recursos hídricos para sus diferentes usos, entre ellos el agrícola, tiene importantes consecuencias y condiciona en gran medida el estado de los suelos.
La planificación hidrológica, sin duda, es una de las mejores herramientas con las que cuenta nuestro sistema institucional (de gobernanza) para la gestión del agua. Los planes hidrológicos, así como los planes de sequía, aunque no sean el instrumento específicamente indicado para ello, deberían tener en cuenta este problema de la desertificación e incorporar criterios y parámetros que permitan mitigar los efectos de este fenómeno natural en la distribución por usos del agua. Tratar de contribuir a evitar la desertificación de una determinada zona, por ejemplo, podría ser un criterio a tener en cuenta a la hora de la planificación de los recursos hídricos de una determinada cuenca hidrográfica.
Las funciones ambiental y económica de los recursos naturales, en este caso, el suelo y el agua, parecen responder a lógicas diferentes e, incluso, contrapuestas. Sin embargo, una gestión de estos recursos naturales manejada con criterios científicos y objetivos ayudaría definitivamente a armonizar las dos perspectivas (ambiental y económica) de los recursos agua y suelo. Desde este punto de vista y a pesar de lo que muchas veces se dice, la agricultura lejos de considerarse responsable del problema de la desertificación podría contribuir a la mitigación de sus efectos negativos. La directa protección y conservación de los suelos destinados a la agricultura o la fijación de población al territorio que provoca esta actividad, además de contribuir al fundamental principio de la seguridad alimentaria del país, son “externalidades” positivas de una actividad gran demandante de agua pero que paralelamente puede contribuir a paliar los efectos negativos del fenómeno de la desertificación.
Si los equilibrios en torno al uso del agua son difíciles, la incorporación de la variable desertificación introduce un elemento adicional de complejidad. Pero resulta necesario e imprescindible lograr ese equilibrio y solventar el conflicto entre protección ambiental y desarrollo económico eternamente presente en la gestión de los recursos naturales. La planificación hidrológica, en última instancia y en la medida en que condiciona las actividades económicas, actúa como un elemento de planificación, además de ambiental, también económica. Y en un sistema de economía de mercado, pilar fundamental del modelo europeo de convivencia, cualquier incidencia o exceso en esta labor regulatoria o planificadora del Estado tiene elementos ciertamente conflictivos.
Los principios de capacidad de carga de los territorios y neutralidad de la degradación de las tierras
En la búsqueda de elementos técnicos y científicos que contribuyan al objetivo del equilibrio entre protección ambiental y desarrollo económico en relación con los usos del agua y del suelo, cobra especial importancia un concepto relativamente novedoso y que se ha utilizado en otros ámbitos de la ordenación del territorio y de la regulación económica y ambiental: la “capacidad de carga de los territorios”. Su función consistiría en ofrecer parámetros objetivos que permitiesen establecer, en función de las características físicas de un determinado territorio, hasta cuánto y para qué podríamos usar el suelo. Entre los condicionantes físicos del suelo para, por ejemplo, su uso agrícola, la disponibilidad de agua (presente y futura) es un elemento esencial a tener en cuenta. Otro principio paralelo al de capacidad de carga y que puede cumplir una función parecida, es el de la “neutralidad de la degradación de las tierras” (NDT), un principio que se basa en una planificación del territorio que trata de conseguir un equilibrio entre la explotación y la conservación del suelo.
Tanto uno como otro principio, persiguen el objetivo de introducir parámetros científicos y técnicos que ayuden a armonizar la explotación de un recurso natural, el suelo en este caso, con su protección ambiental. La gestión racional de un bien natural, escaso y difícilmente renovable, como es el suelo de manera que asegure su disfrute y aprovechamiento para las generaciones futuras, pero sin renunciar a su explotación en la actualidad.
Gestión racional del suelo
Incidiendo en la importancia de la gestión racional del suelo, la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desertificación en España, presentada en 2022 por el Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico (MITECO), pone en valor la dimensión ambiental del suelo en todas sus vertientes: forestal, agraria y demográfica. Así, en la gestión del suelo en general y en su función como protectora contra la desertificación en particular, es muy importante tener en cuenta su papel en la vertebración del territorio.
Gestionar el suelo de manera sostenible y entenderlo también como un medio de generación de riqueza para las personas que lo habitan es el mejor modo de implicar colectivamente a la sociedad en su conservación y su mantenimiento. De esta manera se previene la erosión, se minimizan los incendios y se proporciona una fuente de ingresos para la población rural que facilita su arraigo. En definitiva, tenemos la oportunidad de buscar criterios de desarrollo económico sostenible que contribuyan definitiva y eficazmente a mitigar y corregir los efectos de la desertificación.
Afortunadamente, cada vez tenemos una mayor conciencia sobre la importancia y el valor del recurso “agua”, sin embargo, sobre el valor del recurso “suelo” aún nos queda mucho camino por recorrer. Se trata de un recurso natural muy difícilmente renovable y que resulta fundamental también para la vida natural y para el desarrollo económico. Tenemos los conocimientos científicos y técnicos necesarios para lograrlo, es una cuestión de voluntad de todos.