No vemos nada en la oscuridad; la ausencia de luz es cegadora. También la luminosidad excesiva. Piensen en un interrogatorio ante un foco: ceguera y desorientación se combinarán en un resultado aterrador. En medio de la ignorancia, sin elementos racionales, carentes de información, no veremos nada. Guiándonos por quienes creen hablar desde la lucidez plena (‘iluminados’), tampoco. Comprender, explicar, analizar, pactar… demandan matices.
Saramago, Nobel de Literatura, publicó en menos de una década dos novelas de título similar, relacionadas entre sí: Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez. En la primera, el autor nos alertaba sobre la “responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron”. Quizás sea esa la genuina obligación de quienes pactan: guiarse por ese imperativo ético.
Asistimos hoy a cierta inflación pactista, al menos en lo volitivo. Se evocan numerosos Pactos Nacionales o de Estado: por la energía; por la I+D+i; por el empleo; por la educación; contra la violencia machista; por la justicia; por la financiación autonómica; e incluso por la unidad de España y en defensa de la Constitución. Muchos de esos temas trascienden el ciclo político, se proyectan hacia el futuro más mediato y, por ello mismo, deberían salir de la refriega diaria.
En 2016, a través de una proposición no de ley del Grupo Parlamentario Popular a instancias de su acuerdo de investidura con Ciudadanos, aprobada con el voto éstos y la abstención del Grupo Socialista, se añadió a la lista la posibilidad de un Pacto Nacional del Agua, gestándose desde entonces. Al parecer, negociaciones recientes en sede parlamentaria llevan a pensar que este pacto, alguna vez percibido como poco probable, cuando no inverosímil, podría ver la luz en un momento todavía indeterminado. Buen momento para reflexionar.
Gestionar el agua es gestionar conflictos y gobernar es pactar, de modo que tampoco debería solemnizarse la obviedad: pactar sobre (los usos del) agua no es una opción sino una necesidad lógica. Sería conveniente que lo tuviesen presente quienes ponen el pacto por delante del contenido, sugiriendo que cualquiera tiene valor en sí, y también quienes se oponen al pacto (quizás a cualquiera), en lugar de a uno específico. Ambas posiciones son contraproducentes. En el primer caso, queda la duda de si el pacto no es un recurso ante la debilidad de la política; en el segundo, sería bueno recordar que no hay luz sin oscuridad ni música sin silencio ni pacto sin disenso.
¿Qué pacto cabe esperar? Si el Pacto Nacional del Agua es (solo) entre partidos, nacerá fallido. Para ser un Pacto de Estado, ha de ser capaz de sobrevivir en su esencia a las próximas elecciones, por hablar del hito más inmediato. Con el interés general en mente (el genuino sentido de lo público), el pacto debe ser entre gobernantes y gobernados, más que entre un partido y otro. Sólo eso es, a mi entender, una garantía de estabilidad en el acuerdo. Es decir, ha de ser un pacto social, entre los usuarios del agua (todos lo somos), y no solo un pacto político.
¿Por qué ahora? Si es en respuesta a la actual sequía (la peor en 22 años), paradójicamente se estará cometiendo un error. Ésta responde a un descenso significativo (pero coyuntural) de las precipitaciones, si bien se explica fundamentalmente por las presiones sobre el recurso desde la demanda; éstas están vinculadas en realidad al desafío estructural, que verdaderamente merece un pacto: la escasez a largo plazo que afecta a buena parte del territorio nacional y aumenta nuestra vulnerabilidad ante el riesgo de sequías cada vez más frecuentes e intensas. Es la demanda de respuestas proactivas la que justifica un Pacto de Estado; no la necesidad de medidas correctoras. Hace falta una visión para gestionar riesgos más que un protocolo para gestionar crisis.
Si gobernar es pactar, pactar debe incluir una reflexión sobre qué puede ser objeto de cesión y qué no. Algunas cosas deberían ser irrenunciables: por ejemplo, el cumplimiento de la normativa europea. Se necesita partir de un diagnóstico común, de un relato compartido. Pueden existir saludables diferencias respecto a los medios pero el objetivo no parece que pueda ser otro que garantizar la adaptación al cambio climático.
Es imprescindible combatir desafíos ya evidentes. En lo que se refiere al recurso esto pasa por gestionar la escasez y el riesgo de sequía, el riesgo de inundaciones, el deterioro de la calidad y la pérdida de diversidad biológica y servicios de los ecosistemas acuáticos. Y es importante hacerlo de modo contemporáneo; con ideas del pasado (el sesgo por el lado de la oferta, el uso de infraestructuras convencionales, con tratamientos no avanzados, etc.) no será sencillo enfrentarse a retos futuros para los que la gestión de la demanda es algo ineludible. Un Pacto de Estado ha de ser, por definición, un pacto intergeneracional: ha de proporcionar un consenso de base para solucionar los problemas de hoy pero también (y sobre todo) garantizar la acción colectiva para los de mañana. Ésta es imposible sin los incentivos adecuados y sin estabilidad en la financiación.
Combatir ideas tribales de unos (el agua es nuestra) con ideas tribales de otros (el agua es nuestra) es la mejor fórmula para profundizar en la división de la sociedad en relación a este tema y conducirla a cronificar los conflictos. Los pueblos no tienen derechos: los tienen sus ciudadanos. El agua es un bien de dominio público, no entiende de fronteras administrativas pero sí debe gestionarse de tal modo que se garantice la igualdad de derechos de todos los ciudadanos y la resiliencia de los ecosistemas.
No es posible conseguir ninguno de los objetivos señalados excluyendo a las ciudades del pacto, mucho más cuando la universalización de los servicios urbanos de agua es un desafío superado. Las ciudades no solo son una parte especialmente crucial del consumo (prioritario, de acuerdo a la ley), y explican parte de la contaminación, sino que también son centrales a la hora de aumentar la resiliencia contra las inundaciones. Desde ellas, es posible reescribir el modelo productivo (hacia uno más equitativo, sostenible y eficiente), redefinir la relación con la sociedad en su conjunto y pasar desde una visión negativa (basada en el coste de conseguir ciertos objetivos) a una positiva (con la adaptación al cambio climático como oportunidad generacional, a partir de una reflexión serena sobre el coste de la inacción).
Como hay que considerar las competencias de cada institución, no se trata de poner en marcha una recentralización de competencias sino de crear las condiciones para que todas, en el nivel administrativo competente, puedan ejercerse adecuadamente, articulando a la sociedad civil, el sector público y un sector privado en el marco de una mejor regulación.
Si la política pública no hubiese sido jibarizada hasta convertirse en un intercambio sobre obviedades, de mirada miope, escaso de ambición (en su sentido más noble), podría entonces desafiar las proyecciones sobre demanda de agua, que no son una maldición escrita en el destino sino el resultado de nuestras decisiones, con políticas valientes sobre eficiencia, desalación o reutilización de aguas residuales regeneradas; vinculando la gestión del agua a la del territorio; coordinando políticas sectoriales para evitar la inútil labor de “tejer de día y destejer de noche”; y modificando los incentivos que favorecen el uso (barato) de recursos sobreexplotados mientras se mantienen ociosos recursos alternativos (aún hoy más costosos financieramente, pero más sostenibles).
Gonzalo Delacámara
Director Académico del Foro de la Economía del Agua y Coordinador del Departamento de Economía del Agua de IMDEA Agua.
Este artículo fue publicado originalmente el 21/03/2018 en El Confidencial